jueves, 18 de agosto de 2011

Los hilos invisibles (Lázaro Silva)



“Qué buen insomnio
si me desvelo sobre
tu cuerpo único”
Mario Benedetti
Abrió Google Earth para que viera la zona donde vivió por un año. Las fotografías aéreas mostraron unas cuadriculadas manzanas. Antes de eso estuvimos brindando con un Santa Carolina, acompañado con pizza que compramos camino a su apartamento. Ella se deleitaba acercando el zoom y mostrándome una tal calle Emilia Pardo Bazán, una plaza 1° de Mayo, un Palacio Legislativo y un liceo Miranda.
Respondió casi leyendo mi pensamiento:
-Ése es otro Miranda
Siguió contándome sus experiencias por esa sureña ciudad, y casi todo lo ilustraba con fotografías digitales. Las iba pasando y a veces se detenía en alguna que consideraba oportuno explicar.
-Esta la tomé cuando estuve en una milonga…
Me vio cara de pocos entendidos, entonces aclaró:
-Si, se llama así a los salones donde bailan tango. Estos hombres que están sentados a la izquierda ven a cuál mujer de la fila derecha sacarán a bailar. En lo que comienza la música ellos van por una compañera. Y no pueden, ni por un segundo, desviar la mirada hacia otra mujer porque pierden.
Inventamos hacer como si estuviéramos en una milonga y yo la elegía a ella; la miré a los ojos y le tendí mi mano. Bailamos al son de La Cumparsita, trastabillamos por mi culpa, pero seguimos hasta que terminó la pieza. Ella se sentó a descansar, vi que nuestras copas estaban casi vacías y destapé otra botella.
-Así que el tipo no puede ver para los lados porque pierde…
-Como en el resto de la vida, creo-acotó ella
Me estaba acomodando en la silla para seguir disfrutando sus historias y sus fotos, pero quedó en silencio. Se llevó la copa a los labios y dejó ver una expresión, como si el vino de pronto le supiera agrio.
-¿Algún problema? –le pregunté.
-No, es sólo que el vino me pone un poco triste.
-Me parece que estás extrañando algo, o a alguien-agregué.
-No exactamente-Dijo y me miró como quien, desde algún puerto, ve cómo se aleja el barco que debió abordar-Estaba recordando nuestra futura ruptura.
Quedé perplejo. Era nuestra primera cita y ni siquiera habíamos dormido juntos, mucho menos convivido como para que me hablara de ese modo tan extraño. “Se le subió el vino”, pensé. No le di más vueltas al asunto. Ella seguía allí, concentrada en recorrer el borde de la copa con su índice derecho, y antes de que se arruinara el encuentro y pidiera que me fuera, le agarré las manos y le dije:
-Ven, vamos a bailar.
Amagamos unos pasitos de tango y, aprovechando la cercanía de nuestros rostros la besé.
En su apartamento todo estaba a la vista, bastaban algunos pasos para recorrerlo de punta a punta. Quedamos de pie, en medio de la sala.
-No me hagas caso…creo que me está pegando el vino –susurró mientras le rodeaba la cintura.
Seguimos bailando y los pasos nos llevaron hacia su dormitorio. Nos tumbamos en su cama y comenzamos el despojo de ropas. Cuando la liberé de su última prenda me di cuenta de que ya estaba desnudo sobre ella. Fue maravilloso sentir su fuerte respiración; su blanca y sudorosa piel temblaba. Me rogó que le mordiera las orejas y que le acariciara los senos, también pidió que la apretara fuertemente mientras se movía como epiléptica. De pronto quedó tiesa, luego me soltó mientras relajaba su cuerpo. Cuando se repuso cambiamos de postura. Seguimos hasta que quedamos tendidos y sin aliento. Dormimos una breve siesta. Me levanté parar ir por mi copa y ella, semidormida, aprovechó para pedirme un vaso de agua. Bebió y se dio media vuelta sin abrir los ojos. Tomé un poco de vino y me acosté a su lado. No me dio tiempo de comentar nada porque cuando le iba a hablar escuché sus suaves ronquidos. De a ratos tiritaba. Creo que toda esa evocación de Montevideo le dio frío y necesitaba cobijarse conmigo. Yo había perdido el sueño, por eso, mientras la cubría, me dediqué a recordar cómo fue que nos conocimos. Había visto un anuncio que decía: “Se dictan clases de tango, lugar Club Uruguayo”. Allá fui a dar. Cuando llegué todos tenían pareja menos ella. Como había ido solo el instructor de baile nos presentó y nos pidió que repitiéramos juntos los pasos que él mostraba. Así comenzó todo. Le dije que bailaba muy bien. “Es que estuve un año en Montevideo y unas semanas en Buenos Aires”. Le pregunté por qué había ido a parar al Sur. “Porque trabajé en la Embajada de Venezuela como Agregada Cultural”. Luego tuvo que volver al país por razones familiares y porque lo único que no le gustaba de allá era el invierno. “Se te enfrían hasta los huesos y no importa lo que te pongas, el frío siempre te entumece”.
Estaba metido en mis pensamientos cuando despierta y dice:
-¿Sabes? Me gustaría que pudiéramos ir juntos, en verano, al Río de la Plata ¿Qué dices?
-Suena bien, así probamos buena carne y buen vino.
-Y además podemos ir a una verdadera milonga.
-Claro que sí. Ya veo que sabes mucho sobre esa gente...
- Es que por mi trabajo asistí a muchos eventos culturales, además tuve un novio uruguayo y con él iba a muchos lados; lo único que no logré aprender fue a tomar mate, a pesar de que él lo tomaba a toda hora, y yo le echaba broma y le decía que los ojos los tenía verdes de tanto mate.
-¿Y como es la gente de allá?-pregunté tratando de desviar el tema, antes de que me contara más detalles.
-Bueno, casi todo el mundo es blanco, hijo de españoles o italianos. Negros hay pocos, y esos viven cerca del puerto y se la pasan tocando el tambor y preparándose para el carnaval más largo del mundo.
-¿Y no tienen indios?
-A los indios los mataron todos, y al último charrúa lo enjaularon para exhibirlo en Francia.
Hablamos un poco más sobre el tema hasta que se hizo un nuevo y peligroso silencio. Tragó grueso, me pidió más vino y luego dijo:
-También hay gitanos...
En su quebrada voz percibí que había algo más en ese comentario.
-¿Y qué hacen los gitanos?
-Los hombres no sé, algunos son comerciantes, pero las mujeres leen la mano; te adivinan el pasado, el presente y el futuro, y si les das una buena propina te hablan más de lo que eres capaz de escuchar…
Sentí un leve mareo y el cuerpo se me hizo pesado. Había algo en sus palabras que me conectaron con Maldoror cuando dice que lo hermoso es como encontrar un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección.
Caí en cuenta de que me distraje con mis pensamientos y la dejé hablando sola.
-¿Sabes quién fue el Conde de Lautrèamont?-pregunto como quien no ha abierto la boca en toda la noche y no sabe si decir algo o bostezar.
-¿Por qué me preguntas eso ahora?-dijo como si me hubiera agarrado en falta.
-Porque es uruguayo-respondí, tratando de salir del callejón en que me había metido.
-Ah, pensé que era un gitano- dijo casi divertida, y siguió-Nunca oí nada de ese señor, ni aquí ni allá. ¡Qué raro!
Se quedó pensativa y largó un bostezo. No habló más, sólo tomó mi brazo y se lo pasó por el hombro. Nuestros cuerpos calzaban como piezas de rompecabezas y disfrutamos del silencio de la noche. Sin embargo, a pesar de que la estábamos pasando bien, necesitaba salir de allí y dormir en mi cama. También quería tomar distancia para ordenar mis pensamientos, ya que el vino y ella hicieron estragos en mi estantería mental. Llegué a creer que tanto Ducasse como los gitanos confiaban en que todas las cosas de este mundo se atan con hilos invisibles que ensartan el pasado, el presente y el futuro.
Antes de salir le agradecí lo bien que la pasamos, le dije que era una excelente anfitriona y le prometí que la invitaría a mi casa. Quizás, con un poco más de confianza, me atreva a preguntarle si alguna de esas gitanas que viven en Uruguay llegó a hablarle de nuestro próximo encuentro.

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