La lección de Mailer
Por
Norman Mailer
Estilo
El estilo, por supuesto, es lo que todo buen autor joven busca adquirir. En el
acto del amor, su equivalente es la gracia. Todos lo quieren, ¿pero quién puede
encontrarlo trabajando directamente hacia la meta?
En mi caso, Advertencias a mí mismo fue
el primer libro que escribí con un estilo que pudiera llamar propio, pero no lo
empecé hasta 1958, diez años después de que se publicara Los desnudos y los muertos . En el medio habían llegado Costa bárbara y El parque de los ciervos , y no quería tener otra vez dos novelas
tan difíciles de escribir.
No sabía lo que estaba haciendo. Aparte del vértigo que ataca a cualquier
atleta, actor o joven empresario que tiene un éxito inicial enorme, yo tenía mi
propio problema particular, una preciosura: no conocía mi oficio . Los desnudos y los muertos había sido
escrito a partir de lo que podía aprender de leer a James T. Farrell y John Dos
Passos, con buenas dosis de Thomas Wolfe y Tolstoi, más tintes homeopáticos de
Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Melville y Dostoievski. Con semejante ayuda,
fue un libro que se escribió solo.
Yo sabía, sin embargo, que no era un logro literario. Había hecho un libro con
un estilo general prestado por muchas personas y no sabía lo que tenía por
decir yo mismo. Aún no había tenido suficiente de mi propia vida. Incluso
podría adelantarse la idea de que el estilo les llega a los autores jóvenes más
o menos en la época en que reconocen que la vida también está dispuesta a
herirlos. Hay algo allá afuera que no es necesariamente engañoso. Eso
explicaría por qué autores que estuvieron enfermos en la infancia casi siempre
llegan temprano en su carrera como estilistas desarrollados: Proust, Capote y
Alberto Moravia son tres ejemplos; Gide ofrece otro. Esta noción explicaría,
por cierto, el desarrollo temprano y completo del estilo de Hemingway. Tuvo,
antes de cumplir los veinte, la sensación inconfundible de estar herido, tan
cerca de la muerte que sintió que su alma se deslizaba fuera de él y después
volvía.
El joven autor promedio no está así de enfermo en la infancia ni es tan
duramente golpeado por la vida temprana. Sus pequeñas muertes sociales son
equilibradas a veces por sus pequeñas conquistas sociales. Así que escribe en
el estilo de otros mientras busca el propio, y tiende a buscar palabras más que
ritmos. En su apuro por dominar el mundo (raro es el escritor joven que no sea
un pendejo consumado), también tiende a elegir sus palabras por su precisión,
su capacidad de definir, su acción acrobática. A menudo su estilo cambia de
escena a escena, de párrafo a párrafo. Puede conocer un poco acerca de crear
atmósferas, pero la esencia de la buena escritura es que instala una atmósfera
tan intensa como la de una obra teatral y después la altera, la amplía, la
conduce hacia otra atmósfera. Cada frase, precisa o imprecisa, jactanciosa o
modesta, cuida no meter un dedo hiperactivo a través del tejido de la
atmósfera. Tampoco las frases se vuelven tan vacías de cualidad personal como
para que la prosa se hunda en el suelo de la página. Es un logro que llega por
haber pensado en la vida de uno hasta el punto en que uno la está viviendo.
Todo lo que pasa parece capaz de ofrecer su propia suma al autoconocimiento. Uno
ha llegado a una filosofía personal o ha alcanzado incluso esa rara meseta
donde está atado a su propia filosofía. En esa coyuntura, todo lo que uno
escribe proviene de la atmósfera fundamental propia.
Un desarrollo semejante debe de haberse producido en mí en los diez años
pasados entre la publicación de Los
desnudos y los muertos y el comienzo del trabajo en Advertencias a mí mismo . En todo caso, se convirtió en el libro en
el que traté de separar mi bilis espiritual legítima de mi autocompasión, y tal
vez fue la tarea continuada más dura que me había planteado. Lo que agravaba
cada problema era que también estaba tratando de dejar de fumar, y como
corolario de abandonar la nicotina, me vi lanzado al problema del estilo mismo.
En aquellos días, mi psiquis se sentía tan distinta sin cigarrillos como mi
cuerpo al pasar del aire al agua. Era como si percibiera con sentidos
distintos, y las reacciones claras se vieran embotadas. Escribiendo sin
cigarrillos, el mundo que buscaba casi nunca llegaba, no en un tiempo rápido.
En compensación, tenía garantizada una sensibilidad al ritmo de lo que escribía
y eso me ayudaba a volcar mi mano en dirección de la mejor prosa. Empecé a
aprender lo difícil que es pasar de la hegemonía de la palabra a la resonancia
del ritmo. Esto puede ser un salto más grande que un brinco a la poesía. Así, Advertencias a mí mismo fue un libro
cuya escritura me cambió la vida.
En El parque de los ciervos había
estado tratando de encontrar un estilo a través de tres borradores. El primero
había sido proustiano: no un Proust de primera categoría, desde luego. Proust
intentado. Proust fracasado. El segundo borrador estaba ubicado en algún lugar
entre la novela inglesa de costumbres y Scott Fitzgerald: no del bueno, pero en
esa dirección general. Encajaba con el material esencial. Así que aprendí cómo
el estilo repele literalmente ciertos tipos de experiencia y puede equivaler a
una esposa dominante que siempre está dispuesta a elegirte los trajes. Si un
escritor insiste en un tono específico, a pesar de todas las advertencias
internas, incluso puede limitar la variedad de experiencias que entren en el
libro.
Encontrar la manera propia de escribir es algo elusivo. Aunque por cierto ayuda
a desarrollar un estilo único, primero tienes que aprender cómo escribir. Allá
en los años cincuenta, Nelson Algren estaba dando una clase de escritura en
Chicago y me invitó a asistir. Leyó un cuento de uno de los chicos. Hemingway
de cuarta. Después, le dije a Nelson: "¿Por qué le prestaste tanta atención?
Sólo estaba copiando a Hemingway". Y Algren, que tenía diez años más que
yo y sabía mucho más, dijo: "Sabes, estos chicos están mejor si se atan a
un escritor y empiezan a imitarlo, porque aprenden mucho haciéndolo. Si son
buenos en algún sentido, tarde o temprano se librarán de la influencia. Pero
antes tienen que atarse a alguien". Eso fue útil.
Por otro lado, lleva tanto tiempo encontrar tu propia manera de escribir. Se
reduce a un conjunto de decisiones sobre qué palabra es valiosa y cuál no, en
cada frase que escribes. ...se es un elemento. Otro es la coherencia general.
Tienes escritores que son excepcionalmente talentosos pero siguen siendo lo que
yo llamaría grandes aficionados. El ejemplo más notable sería una escritora tan
dotada como Toni Morrison. Su estilo puede cambiar de un capítulo a otro: su
vigor no reside en proteger el tono. Puede escribir con belleza durante páginas
enteras, y después, al capítulo siguiente, se demora en un modo pedestre. Viola
lo que es ella en su mejor momento, su voz distintiva, esas percepciones
distintivas. [...]
El estilo es también un reflejo de la identidad. Dado un sentido firme de ti
mismo, puedes escribir en una veta coherente. Pero si tu identidad cambiara,
también cambiará tu presencia en tu prosa. Es innecesario decir que la
enfermedad, la tragedia, la frustración enorme, la propia edad están destinadas
a alterar toda noción firme de ti mismo.
Y, desde luego, el tema de uno también afectará las palabras de uno. Una voz
periodística puede meterse en el funcionamiento de unas cuantas novelas de
actualidad. Pero la verdad es que no quisieras ser Henry James para describir
la vida de Gary Gilmore. Existe el vicio de la escritura demasiado espléndida.
Para lo que Henry James quería hacer, sin embargo, su lenguaje era ideal.
Reconoció antes que ningún otro que la educada vida social, a pesar de sus
aspectos ridículos o afectados, también ofrece un espectro de pequeñas opciones
presentes en cada momento. En la vida social, una persona a menudo elige entre
tres o cuatro alternativas igualmente agradables, incluso para elegir ser un
poco más cálido o un poco más frío de lo que originariamente esperaba ser hacia
una persona dada. James tenía un sentido extraordinario de esa vibración
imprevista dentro de lo casi totalmente esperable, y creó un mundo narrativo a
partir de tal percepción, un mundo que dependía por entero de su voz única.
Es reconfortante sostener que algunos escritores importantes desarrollan un
estilo a partir de evitar sus debilidades mayores. Hemingway no era capaz de
escribir una oración larga, compleja, con buena arquitectura en la sintaxis.
Pero convirtió esa incapacidad en su habilidad personal de escribir breves
frases declarativas o largas oraciones fluidas conectadas con conjunciones.
Faulkner, por el contrario, no era capaz de escribir con sencillez, pero sus
oraciones demasiado opulentas, congestionadas, producían una atmósfera
extraordinaria. A su vez, Henry Miller rara vez podía contar bien toda una
historia. Prefería sus excursiones apartadas de la historia, y esos apartes son
lo que lo hizo excepcional.
Bestsellers
Ahora que el deseo desmesurado que había en mí por las grandes ventas se ha
asentado en expectativas más razonables, bien puedo ofrecer algunos
pensamientos posteriores sobre el tema.
Escribir un bestseller con intención consciente de hacerlo es, después de todo,
un estado mental que no deja de tener puntos de comparación con el acto de
casarse por dinero sólo para descubrir que la ausencia de amor es más costosa
de lo previsto. Cuando un supuesto y modesto escritor de bestsellers al fin se
vuelve lo bastante profesional como para escribir un libro ganador, él o ella
piensa que ha logrado una gran hazaña, al igual que un hombre desprovisto de
amor (y dinero) verá un casamiento pródigo como una unión espléndida.
Lo ideal, y cuando te pones más viejo tratas de acercarte a lo ideal, es
escribir sólo lo que te interesa. Puede resultar de interés a otros o no, pero
si tratas de dirigirte hacia el éxito, no debieras ser un escritor serio. En
cambio, harás bien en estudiar los trucos de los autores de bestsellers
constantes mientras te aseguras de mantenerte apartado de cualquier cosa que
esté bien escrita . Leer buenos
libros puede envenenar tu satisfacción por haber conseguido un bestseller. No
creo que Jackie Susann se vaya a dormir con Rainer Maria Rilke sobre la mesita
de luz.
Hoy, los grandes cuadros literarios por lo común se dejan para los novelistas
de bestsellers. Tendrán un elenco de cuarenta o cincuenta personajes, e historias
que atraviesan de cincuenta a cien años. Incluirán varias guerras mundiales,
más cambios asombrosos en las vidas de varias familias. Hacen todo eso para
mantener su libro en movimiento. Lo que caracteriza por lo común a estas
novelas es que nada hay en ellas con lo que no te hayas cruzado antes. La
mayoría de los buenos escritores tienden en estos días a trabajar sobre
panoramas más pequeños. Entonces, al menos, tienes la confianza de que lo que
estás haciendo incluye alguna verdad en cuanto ficción. Eso es razonable. Al
menos estás contribuyendo al conocimiento en vez de aumentar el barro de la
cultura. Desde luego, eso puede hacer más difícil enfocar un tema amplio. En
este momento el único gran escritor que puede manejar cuarenta o cincuenta personajes
y tres o cuatro décadas es García Márquez. Cien
años de soledad es una obra asombrosa. Logra hacerlo, pero cómo, no lo sé.
En mi novela sobre Egipto, me llevó diez páginas pasar más allá de una curva
del Nilo.
Es contraproducente pensar: voy a poner esto porque venderá ejemplares. Por lo
común, eso no funciona. Hay una integridad en el bestsellerato: es el mejor
libro que el autor es capaz de escribir en ese momento. ...l o ella cree en el
libro. Por eso es un bestseller. Stephen King era un escritor torpe y
repetitivo cuando empezó, pero los lectores de bestsellers respondieron a su
sinceridad. Eso estaba presente en cada página mal escrita. La popularidad de
la mala escritura es análoga al disfrute de la comida chatarra.
Debo decir que King ha mejorado en estilo desde que empezó. Es de esperarse que
sus lectores también, pero eso no es tan seguro.
Una estrategia del bestseller es seguir agregando ingredientes nuevos a la
historia. ¡Pero cuidado! La trama es igual que una droga. Puede estimular a un
novelista hacia hordas de energía creativa, y por cierto mantendrá a un lector
sobre la página, pero tarde o temprano, la trama presenta su factura, y
exigencias graves caen sobre el escritor. El autor que está sobrecargado de
trama a veces se ve obligado a entrar en la mente del personaje para mantener
las cosas claras.
Exactamente aquí es donde todo se empantana. La confianza de un lector en lo
que está leyendo se verá traicionada sutilmente o incluso dilapidada en caso de
que un novelista elija entrar en la mente de un personaje pero falle en
transmitir el don indispensable para que el lector pueda ahora saber más que
antes sobre el personaje. Los monólogos interiores por lo común son rutina e
insisten en contarnos lo que ya sabemos. Casi no existe una calidad garantizada
de la mente.
Por supuesto, el daño es limitado, porque las reflexiones internas de los
personajes en la mayoría de los megabestsellers son más o menos lo que uno
espera. Los lectores de megabestsellers desean poder leer y leer y leer: no
desean reflexionar sobre ninguna revelación realmente inesperada. La realidad
puede estar allá afuera, pero ése no es el motivo por el que estamos leyendo.
La corrección o edición tiende a hacer que los bestsellers se lean como más
semejantes entre sí. Por ejemplo, pocos bestsellers no sufren de una avalancha
de adjetivos. Porque cuando un escritor no puede encontrar el matiz de una
experiencia, por lo común la recarga de adjetivos. Eso le dice al lector qué
debe pensar. Esto acompaña una tendencia en las editoriales de poner el énfasis
en el entretenimiento a toda costa. Por supuesto, un cansancio penetrante
podría invadirnos debido al ritmo al cual somos entretenidos.
Mi generación literaria estaba bajo el paraguas de Maxwell Perkins: cualquiera
que se convirtiera en editor deseaba ser como él. Los editores jóvenes sentían
fidelidad hacia sus escritores. Había casamientos espirituales, por así
decirlo. Sigue siendo verdad hasta cierto punto, pero las probabilidades contra
el sostenimiento de semejante lealtad ahora son mucho más altas. El mundo
editorial de hoy dicta que un editor tiene que aportar libros que hagan dinero.
Este casi absoluto tiene que penetrar en los intersticios del pensamiento de un
editor joven. (Y en sus intestinos.) Imagino que sería difícil para la mayoría
de los editores jóvenes no empezar a presionar un poquito a sus autores para
que traten de ser más populares. Eso, desde luego, ejerce presión sobre el
vínculo.
Justo ahora el dinero inteligente apostaría contra la novela seria. Las
editoriales se están deprimiendo por el futuro de la ficción de buena calidad,
y es obvio que los directores editoriales son los que más determinan ese
futuro. Es probable que la supervivencia dependa de los editores jóvenes.
Cuando una novela seria de un desconocido se publica en estos días, por lo
común es porque algún editor joven se lo ha tomado a pecho. Por lo general, el
director editorial le sigue la corriente. De hecho, ése es el costado
caritativo del mundo editorial, y seguirá mientras los directores editoriales
mantengan alguna fe en sus editores jóvenes, que, a su vez, logren apegarse a
su coraje.
Los gerentes de librerías pueden preguntar: "¿Por qué no escribes un libro
corto?" No necesitan manifestar su motivo. Los dos sabemos. Los libros
cortos son libros delgados, y así ocupan menos espacio en las estanterías.
Ergo, las estanterías pueden rendir más ingresos por metro. Pero ¿novelas
cortas? Por desgracia, fui influido a edad temprana por Thomas Mann, quien
decía que sólo lo exhaustivo es realmente interesante. Confía en Mann para
hacer de uno un elitista encubierto.
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